domingo, 31 de marzo de 2013

Te encontré en la fría madrugaba.

Yo andaba caminando, algo normal en mí. Las calles estaban vacías, las 5 de la mañana y en pleno invierno no hay nunca una valiente que se asomara a la calle, pero ahí estoy yo, como siempre. A la vez que yo paseaba por la acera derecha de el lado de la larga y ancha carretera las farolas parecían apagarse al ritmo de mis pasos, pero, no lo hacían, en realidad solo parpadeaban. No sé que buscaba exactamente aquella fría noche: mis piernas estaban congeladas pues mis finas medias de tono brillante no me cubrían mucho; los pies me dolían horrores, el bonito zapato negro que conjuntaba como mi vestido ajustado hasta por encima de las rodillas y con mangas negras transparentes de este mismo tono estaba acabando conmigo, pero, aún quedaba para llegar a casa.
Estaba agotada, entre las cervezas que nos habíamos tomado y lo mucho que bailamos, mi cuerpo pesaba más de lo que yo podía sostener, decidí sentarme. Estaba loca, aquella calle era una de las más peligrosas de la ciudad, podía pasarme cualquier cosa, pero no me pasaría nada malo, al menos así lo presentía yo. La Luna grande y llena alumbraba más que las propias farolas. Y de pronto sonó el móvil, batería 0%, agotada. Tenía que volver a casa, aquello se ponía feo y yo no quería presenciar ninguna desgracia. A unos 200 metros de mi casa me paré, desde que salí de aquella calle sentía una extraña sensación de que alguien me seguía, pero no la quería hacer mucho caso, aunque, no me equivocaba. Justo cuando me giré apareció él, un hombre alto y fuerte, veinticinco o veintiséis años, de mi edad, era moreno y llevaba unos pantalones azules marinos, una camisa azul cielo, una americana azul marina que le iba perfectamente a juego con los pantalones, un fular gris y unos zapatos de charol. Causó una gran impresión sobre mí. No conseguía verle la cara, estaba oscuro, pero se acercó a mí; cuando le vi los rasgos me congelé, era el hombre más perfecto que jamás había visto; ojos marrones muy claros, pelo negro y con volumen, unos labios finos y a la vez deseables, y una sonrisa, una sonrisa perfecta. Pensé que el alcohol me estaba haciendo efecto por lo que me dí la vuelta y me fui a casa pero, me paró rozando suavemente mi hombro, en ese instante comprendí que no era el alcohol ni ningún otro efecto, era de verdad, y era el hombre de mi vida.

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